Sucedió este verano, me sucedió este verano.
Como tantas otras veces decidí salir a correr, a disfrutar
de una de mis pasiones, bueno, más que pasión podría casi definirse como
terapia, desfogarme de la toxicidad diaria liberando endorfinas y absorbiendo
toda la energía que proporciona la naturaleza, una de las mejores medicinas que
conozco. Entre camino y asfalto me quedo con lo primero, me gusta alejarme de
ruidos, de coches, de casas y de gentes, cielo arriba, tierra abajo y en el
medio yo, alrededor elijo árboles, montañas, ríos, o cualquier atrezo
presumiblemente modificado solo por el paso del tiempo y no por la mano del
hombre, por eso uno de mis lugares favoritos es un monte cercano, mi conexión a
la desconexión, mi portal de entrada a mi otra dimensión.
Suelo mirar el tiempo antes de salir a correr, máxime
tratándose de días raros, de esos que está el día, que sí, que no (que caiga un
chaparrón), máxime cuando ni siquiera sé cuánto tiempo voy a estar ahí afuera,
no me gusta demasiado planificar, disfruto más dejándome llevar y la
“excursión” puede llevarme una hora como cuatro, depende de las sensaciones del
momento, lo mismo me harto de correr, pero me apetece caminar porque me siento
a gusto, o porque encontré un nuevo camino que me apetece explorar, o porque
así estaba escrito, ¡vaya usted a saber!
El caso es que hacía un día de “que sí, que no, que caiga un
chaparrón”, y yo estaba ansioso por salir al monte, y me puse una vez más mi
traje de “superhéroe runner” (un disfraz como otro cualquiera), miré “la meteo”
en internet (como tantas otras veces): Chubascos débiles, Probabilidad de
lluvia del 10%, 0,4 mm y pensé, eso no es nada, he salido a correr con lluvia
muchísimas veces, me he mojado corriendo montones de veces, si llueve será otra
de tantas.
Según cogía el camino al monte me crucé con Vicente que
viendo que iba en aquella dirección me dijo:
-
Está un poco negro, ¿No te da miedo?
-
Pues no (respondí).
Vamos que no le hice ni puto caso, iba ensimismado en mi
camino, preparando mi música para la sesión que me esperaba, encendiendo mi gps
e iniciando la sesión en mi aplicación de corredor. Y ya se sabe, que cuando
uno está tan encerrado en sí mismo no atiende a las señales que en ese momento
le manda la vida.
Y llegué al monte, y empecé a correr, a disfrutar del
sufrimiento que encierra esta loca adicción, a sentir el aire limpio en la cara
y en los pulmones, a zambullirme en la paz que me proporciona la “urbe vegetal”,
y comprobé que si cogía un camino me alejaba de la parte negra del cielo y así
lo hice, y llegué hasta un claro con el cielo despejado, con los nubarrones a
mi espalda, solo eran chubascos débiles, solo una probabilidad del 10%, solo
0,4 mm, ¡tampoco era para tanto!, pero me había alejado bastante y tendría que volver.
Tomé dirección de regreso, según avanzaba, la cosa se ponía
cada vez más lúgubre, me encaminaba hacia Mordor o quizás era Mordor el que se
dirigía a mí. Y mi cabeza empezó a “mal funcionar” a entrar en la aplicación de
“inminente preocupación”. Sé que una
tormenta de verano se puede formar en un abrir y cerrar de ojos, pero ¡joder!,
había mirado “la meteo”, las probabilidades eran “bajérrimas”, ¿Qué tendría que
haber hecho? ¿Mirar también la marea barométrica? ¡Coño! ¡Iba al monte de al
lado de casa, no al Himalaya! Sopesé mis alternativas, bordear la tormenta me
podría llevar demasiado tiempo, tanto que seguramente me quedaría sin horas de
luz, y cabía la posibilidad de que esta girase en cualquier dirección, no me
quedaba otra, ¡había que pasar por Mordor sí o sí!
Cogí un camino, luego otro, intentando buscar la ruta más
corta para escapar cuanto antes de ese cielo mortecino, el último camino no
tenía salida, solo monte, pinos, encinas, hierbas, maleza, estaba perdido, tiré
de orientación para salir de allí, monte a través, y empezó a llover, primero
una lluvia fina, tenue, pero solo era el preludio de la que se avecinaba, unos
minutos después empezó a diluviar, y de repente un rayo, tan potente, tan
cercano, que me dejó paralizado, en seco, que prácticamente me ciega y que hizo
que se me pusiesen todos los pelos de punta, el punto de desasosiego se
convirtió en un miedo real, tenía la tormenta encima y estaba perdido
literalmente.
Intenté ordenar mis ideas, repasar las cosas principales que
más o menos sabemos todos de lo que hay que hacer o no en caso de tormenta: No
resguardarse en sitios solitarios que destaquen en altura (rocas, arboles
solitarios), allí no había grandes alturas, árboles solitarios tampoco, había
un montón de ellos, incluso intenté guarecerme en alguno de los que me
parecieron más frondosos, pero tampoco tenía claro si eso era una buena idea o
no y la lluvia era tan intensa que poco o ningún resguardo me ofrecían aquellos
frondosos árboles, se sucedieron los rayos, nuevamente cegándome, nuevamente
demasiado cercanos, y al punto de ellos el trueno, en un rugido ensordecedor,
lo que indicaba que estaba dentro de la boca del lobo, todo era caótico, y de
repente empezó a granizar, y se vinieron a mi cabeza imágenes de los destrozos
que suelen generar los granizos, si estos llegaban a ser grandes ya no tendría
escapatoria, seguí intentando darle a la cabeza en medio de tanto desbarajuste:
Deshacerse de objetos metálicos que ionicen el aire (bastones, móviles),
bastones no llevaba, pero el móvil, casi sentía que era mi única salvaguarda,
mi único amparo, cuando estás en un momento tan jodido tu cabeza solo hace que
ponerse en lo peor, quizás el móvil hasta me sirviese para una última despedida,
así que no, no me deshice de él. Otra de las opciones que recordé es que si te
pilla “el marrón” tírate al suelo con las extremidades junto al cuerpo, y poco
me hubiese importado pues calado ya iba hasta las pestañas, pero no era el agua
lo que me preocupaba, era la imponente fuerza de los rayos a escasos metros, el
resonar de los truenos que se te metía hasta en el pecho y el granizo que poco
a poco iba picándome como si tuviera un enjambre de hielo a mi alrededor.
¡Estaba acojonado!
Decidí correr, decidí correr como no lo había hecho en toda
la tarde, decidí salir de allí como fuese, me costaba avanzar, el granizo me
golpeaba, no era demasiado grande pero sí bastante molesto, duraría como 5
minutos, pero a mí me parecieron horas, los rayos seguían cayendo muy cercanos,
pero en un pequeño instante de optimismo decidí que esa tarde no había ningún
rayo destinado para mí, tras el granizo regreso el diluvio, casi no podía ver
mientras corría, encontré por fin un camino y avancé por él, tras una curva
casi me topo con un enorme corzo que corría también pero en dirección hacia mí,
supongo que el animal también aterrorizado por el desconcierto intentaba poner
pies en polvorosa, y el ruido del agua, los truenos y demás no nos percató al
uno del otro hasta que estábamos prácticamente a unos 20 metros.
Estaba extenuado, fundido, sin aliento, con el corazón
desbordado, pero al fin escapando de la tormenta, me hice ya con un camino
conocido de regreso y la lluvia empezó a aminorar, las zapatillas se hacían
cada vez más pesadas con el barro que se adhería a las suelas, estaba en la
última bajada del monte y por ambos lados del camino discurrían ya pequeños
arroyos formados por la abundante agua caída recientemente, intenté correr por
el medio pero la tierra se tornó resbaladiza y con el efecto de la pendiente
más de una vez a punto estuve de dar con mis huesos en tierra, opté por
continuar por los arroyos, corriendo con el agua por los tobillos, realmente ya
lo mismo daba, no quedaba un centímetro de mi ser que no estuviese calado
incluso en algunas partes con trozos de barro que salían despedidos de las
zapatillas o del chapoteo por los pequeños arroyos.
Llegué a casa y me quité toda la ropa encharcada y embarrada
directamente en el porche y entré en casa totalmente en pelotas, dejando un
pequeño rastro de agua tras de mí, encendí el grifo de la bañera y la llené
hasta los topes y me zambullí, como buscando refugio, como necesitando un
abrazo cálido que el agua en ese preciso instante podía ofrecerme y mi cuerpo
recibió con agrado ese calor, comencé a relajarme al mismo tiempo que se
empañaban los espejos.
Ya una vez a gusto, con el cuerpo caliente y la cabeza fría,
en el abrazo cálido de la bañera-refugio, las cosas se ven de otro modo, te ves
a salvo e incluso te permites bromear: ¡Joder, con los chubascos débiles! ¡pues
no eran chubascos! (two vascos) ¡Al menos eran Thousanbascos! (mil vascos), y
de débiles ¡tampoco tenían nada!
Ya una vez a gusto, con el cuerpo caliente y la cabeza fría,
entre el abrazo pacificador de la bañera-refugio, las cosas se ven de otro modo,
te ves a salvo e incluso te permites reflexionar: Que la vida es un poquito
como aquella tarde de tormenta, que en ocasiones jugamos al que sí, que no, que
caiga un chaparrón, unas veces con todas las papeletas y otras incluso sin
querer jugar (merecido o no),pero eso da igual, forma parte del juego y la
tormenta llega y te pilla de improviso a la vuelta de la esquina y te pones de
barro hasta las orejas, incluso la hostia puede ser tal que te bloqueas y te
paralizas. Puedes asumir el rol de víctima y quedarte estancado, maldiciendo tu
mala suerte y el porque te ha tocado a ti si ni siquiera lo merecías, o puedes
enfrentarte a la situación y coger las riendas de tu vida…Mi instinto me dijo
que saliese de allí corriendo, lo mismo fue una gilipollez, pero tengo claro
que mi instinto me sacó de la boca del lobo y muchas veces en la vida el
instinto nos dice donde debemos ir, pero la mente lo acalla porque igual no es
lo que dice la razón o la lógica y preferimos quedarnos en la tormenta y
preferimos quedarnos cubiertos de barro y de mierda hasta las orejas… Por
último, en el regenerador abrazo de mi bañera-refugio y con el baño ya
convertido en el Londres del 52, también me percaté, de que todo fluye mejor
cuando te pasas al polo positivo de la vida, todo empezó a mejorar en cuanto
tuve claro que esa tarde no había ningún rayo destinado para mí.